29/03/2024

Silencio ajado por el ñacurutú



Ñacurutú (Bubo virginianus) es un ave de presa nocturno. Por su pico corto y muy curvo, y por sus patas dotadas de fuertes garras, son verdaderas rapaces. Poseen una vista muy desarrollada. Tienen ojos muy grandes dispuestos frontalmente como los humanos, lo que le permite una visión binocular, con un campo visual de alrededor de 110 grados. Su retina posee una gran cantidad de células sensibles a la luz y la pupila dispone de un ángulo de abertura que hacen que necesiten una mínima cantidad de luz para identificar un objeto. Su cuello corto y de gran movilidad le permite rotar la cabeza en 180 grados. Su oído es muy desarrollado. La densa capa de plumas que cubre la cara evita la fuga de sonido que llega frontalmente. Esta barrera, funciona como receptora de las ondas sonoras que desembocan en ambos oídos. Los sonidos que pueden oír son mucho más amplios de lo que percibe un ser humano.
Durante el día permanece posado en la rama de algún árbol dormitando o acicalándose, ahí es muy fácil verlo por su gran tamaño. Además, es extremadamente manso. Quizá ese sea un gran problema para su supervivencia, advierte el sitio web aves de la Patagonia.

Linterna al cielo
Con el ñacurutú nos trasladamos hacia la costa del río Uruguay en la provincia de Corrientes. No porque la especie se encuentre solamente en ese lugar, sino porque el avistaje se dio justo allí, a metros del río Aguapey. Fue un fin de semana de campo pintado por compañeros de las comunidades de Santo Tomé y Alvear.
Ellos habían abierto la invitación para conocer los pastizales y montes de la zona bordeados por las aguas del río. El atardecer en el Aguapey con su lecho de tibias piedras redondeadas nos traen los recuerdos a lomadas extensas y aguas brotando en los campos. Ya cuando el sol nos dejaba y los mates corrían de mano en mano, empezamos a prepararnos porque el visitante ilustre llegaría hasta la arboleda. Por la noche, con ayuda de linterna hacia el cielo pudimos verlo. Allí estaba, sin preguntarnos demasiado acerca de lo que hacíamos. Pasamos la noche a orillas del río, que corría suave hacia las canciones de los poetas. Por la mañana, el ñacurutú nos observaba, desde lo alto, siempre inalcanzable.

La gente cambia de noche
Guillermo Lazos trabaja de mozo y cocinero en un bar céntrico de la ciudad de Corrientes. Una noche fría nos sentamos frente a frente y charlamos de la vida, del día y la noche. Estaba vestido de negro, campera con cierre hasta el cuello, cruza los brazos y suelta las palabras desgranando muy lentamente. Un día después la charla con Pablo Machado por teléfono tendrá el mismo tono, cansino, dulce, afable, de ensueños en la sombra. “Desde chico siempre me gustó la cocina. En casa mamá cocinaba y la seguía por la cocina palpando todo lo que hacía. Lamía la cuchara e iba probando la comida. Preguntaba todo, cómo hacía, por qué hacía, qué ingredientes usaba, miraba cómo cocinaba ella y también me nutría de los programas de cocina en la tele. Así me fui formando”, cuenta.
Después de terminar el colegio secundario Guillermo tuvo unos meses sabáticos y luego comenzó a trabajar en el campo. Sembraba, tenía una buena producción de hortalizas, plantas y plantines de lechuga y acelga. Primero como empleado y después como socio alcanzó a tener media hectárea de lechuga y la comerciaba en el Mercado de Productos Frescos. Además, dividió su tiempo después con la enseñanza de computación.
“Cuando mi novia quedó embarazada hubo un clic importante en mi vida. Ella trabajaba en blanco en un lugar y yo no tenía trabajo fijo, era monotributista. Con ella decidimos que la mejor opción era que me quedara a cuidar a la niña, a nuestra hija, hasta que ella tenga la edad escolar”, cuenta. Así fue que Guillermo estuvo casi cuatro años ocupado en los quehaceres del hogar. “La idea era que la iba a cuidar hasta que ella aprendiera a hablar, a comunicarse y entonces sí podíamos dejarla en un lugar. Nuestro interés era que ella ya se pudiera expresar sobre lo que le sucedía mientras no estaba con sus padres. Cuando entró a la sala de cuatro nos dividimos los horarios para seguir cuidándola, pero a la vez los dos teníamos tiempo para trabajar”, explicó.
Desde hace casi diez años trabaja de noche, es mozo y dependiendo los días también cocina en el mismo bar. “La noche tiene un poco de soledad. Salís tarde y ya no tenés colectivos para volver a tu casa. En mi caso, ando en bicicleta. Las primeras veces que volvía tarde me llamaba mucho la atención ver las calles totalmente vacías. Chupar frío es muy jodido. Salir con frío y que no haya nadie en la calle nunca me dio miedo, nunca pensé en la inseguridad hacia mí. Nunca sentí miedo”, insiste.
“No sabría decir si la gente cambia de noche o es el ambiente del bar que hace que la gente cambie. Pero la gente cambia. Un ejemplo clarísimo es un abogado que viene al bar. Viene y está de buen humor, se ríe, es jovial y viste informal. A él lo he visto de mañana y, por empezar, se viste de otra forma, es un señor en la manera de hablar, en su presencia, es totalmente distinto a la noche. Ese contraste veo en la gente que viene al bar. Están más despreocupadas o despreocupados, más sueltas, más ‘jodonas’, termina el horario laboral de las 20 y todo cambia. Me pega y me marca ver la forma de ser de la gente”, desliza al tiempo que se siente agradecido por el trabajo que le permitió conocer este lado de la vida.
“Vos sabés que tengo muy pocas noches libres. En esos días no salgo, me quedo en casa. Así que todo lo que conozco de la noche se lo debo a mi trabajo. Disfruto de mi trabajo y cuando en el bar hay mucha gente disfruto moverme de un lugar a otro”. Hay quehaceres que no se ven, el mozo llega antes que todo y se va último, después de limpiar los servicios y el piso. La charla cuando se apagó el grabador se extendió por la comida, del trato con la gente, de la propina, del lenguaje, de los silencios.

Las aves producen fascinación
“Me gusta la alquimia de la cocina. Cada persona tiene gustos particulares. En mi caso me di cuenta desde pequeño que tengo una capacidad importante de entender y combinar cosas, viene de mis abuelos. Esto se traduce en cosas simples, en preparar charque hasta hacer un guiso súper simple, pero a la vez sabroso con el limonero que estaba en el patio de mi casa”, por esta senda comienza la charla con Pablo Machado, desde la costa del río Uruguay. “De igual modo advierto, no creo que tenga la palabra que sea verdad, simplemente es mi gusto y lo que aquí tratamos es de mis gustos”, desliza y se despierta una mueca feliz en nuestros rostros.
Pablo tiene junto con unos amigos un emprendimiento gastronómico en Santo Tomé. Para describir el nacimiento de este hace una introducción casi poética. “Un ave nocturna produce una fascinación en el espectador, en la persona que lo ve, ya sea un ñacurutú, urutaú, caburé, atajacaminos. En la noche uno está más abierto en otros sentidos, los sonidos se amplifican, se ven otras realidades. Esa especie de chispazo, sorpresa, esa es la que nos llevó a germinar todo tipo de comidas. Llevamos adelante algo importante, desarrollamos cosas que aparentemente no tendrían ninguna relación y, sin embargo, se pueden combinar. Me parece que todos tenemos un sabor que te transporta o que te hace recordar un tiempo anterior de tu vida que viene con seres queridos. Básicamente estas cosas son emociones. Nosotros parecemos complejos, pero estamos siempre volviendo a lo primitivo, a las emociones”.
Para Pablo Machado la cocina es un laboratorio. Las ideas surgen como chispazos, vienen de repente y uno se replantea si es correcto o no, pero de ese chispazo nacen las semillas de las nuevas ideas. “Hace muchos años trabajo de noche, pero también trabajo de día. El hecho de que trabajo hasta tarde tiene que ver con un hecho cultural argentino. Los argentinos tenemos la capacidad de dar vueltas las ideas. Hay un refrán que dice que hay que desayunar como un rey, almorzar como un príncipe y cenar como un mendigo. El argentino hace al revés. Nosotros estamos en un lugar fronterizo. Los brasileños cenan a las 18.30, 19 o 20 como máximo. El argentino está pensando en pedir algo a media noche. Eso está en nuestra cultura y es nuestro ADN. Cenamos tarde, bebemos, nos reunimos con amigos, nosotros en gastronomía nos adaptamos a esta cultura”.
Las aves nocturnas son sigilosas, tienen hábitos solitarios, son cazadoras, nosotros “somos sigilosos en el trabajo que llevamos a cabo, lo hacemos a conciencia, con tiempo. La elaboración de los productos se hace por la mañana. Hay procesos que llevan horas. Hay un pensador que una vez dijo, si tuviera que cortar un árbol y le dieran una hora, los primeros 50 minutos los usaría para afilar el hacha. En los diez minutos restantes cortaría el árbol. Eso es lo que hacemos nosotros. En los diez minutos que atendemos hacemos la magia que viene desde hace mucho tiempo”. Algo de ese desarrollo tienen las aves y los trabajadores noctámbulos.

Colaboración: Paulo Ferreyra.